_
_
_
_
_
LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

España era el problema, Europa la solución

La UE se enfrenta a un gran dilema: o construye una estructura supraestatal con fuerza suficiente para hacer política en el mundo globalizado o retornará a una especie de Edad Media de Estados subalternos

EULOGIA MERLE

Cuando Ortega alumbró la memorable ocurrencia que encabeza esta página, todavía resonaban los ecos de “aquella literatura revuelta, tumultuaria, a trechos estimulante y cáustica, a trechos deprimente y narcótica como el vaho de cloroformo en las enfermerías”, de la que Miquel dels Sants Oliver levantó el primer y casi definitivo balance en 1907. Oliver la bautizó como literatura del desastre, aunque no todo en ella fuera canto de añoranza ni adoptara el tono elegiaco propio del finis Hispaniae. Por ejemplo, que España, si quería salir del estado de postración en que había caído tras el desastre de 1898, tendría que europeizarse: “Queremos respirar el aire de Europa” fue el grito que se elevó de la primera asamblea de productores animada por el ardiente corazón de Joaquín Costa. Y Ortega, un adolescente del 98, que había escuchado con el ánimo sobrecogido, como tantos otros jóvenes, los aldabonazos de Costa en el Ateneo de Madrid clamando contra la oligarquía y el caciquismo y por la reconstitución y europeización de España, no tuvo ninguna duda de que, en efecto, España era el problema y Europa la solución.

Lástima grande fue que nada más enunciarse el ideal de Europa como síntesis de ciencia y moral alemana, libertad y democracia de Francia, educación y selfgovernment de Inglaterra, los europeos entraran en una guerra que los desolados jóvenes españoles, llegados a su primera madurez, no pudieron interpretar más que como “guerra civil”, un concepto que oscurecía más de lo que aclaraba y que fue cediendo ante la evidencia de que quienes se enfrentaban por las armas eran los Estados de naciones imperiales, que no cejaron en su mutua destrucción hasta que de la vieja Europa no quedaron más que ruinas. Las nuevas generaciones de españoles, sin embargo, que habían apostado con fuerza por los aliados frente a los imperios centrales, no abdicaron de su empeño y en muy pocos años, los que van de 1918 a 1936 arramblaron con la España ensimismada a la que las clases dominantes de la Restauración —típicamente, ferreteros vascos, textiles catalanes, latifundistas castellanos y andaluces— habían aislado del mundo entorno con sus aranceles y políticas proteccionistas. Respiraron, en efecto, los aires de Europa y alumbraron una nueva edad que hemos llamado de plata aun si en muchas de sus realizaciones superó con creces la de oro.

El ensimismamiento llegó a cotas impensables con la consigna de Imperio hacia Dios y Nación católica
Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

De todo esto, como sabemos muy bien por haberlo sufrido en nuestras carnes, no quedó nada: el proteccionismo alcanzó su paroxismo con la autarquía del Nuevo Estado salido de la rebelión militar y la guerra civil y sostenido en las mismas clases dominantes de la Restauración con el añadido de las tres grandes instituciones con poder de Estado encargadas de mantener bien cerradas las ventanas al exterior: las Fuerzas Armadas, la Iglesia y el Movimiento. El ensimismamiento subió a cotas impensables con la doble consigna de Imperio hacia Dios y Nación católica, un invento muy español que lo debe casi todo a dos cardenales catalanes: Gomà y Pla i Deniel, arzobispos de Toledo, primados de España desde 1933 hasta 1968, y heraldos, el primero, de la Hispanidad y el segundo, de la Cruzada. Fueron años de hambre, crucifijo y pena que culminaron con las gentes del Opus Dei y su nueva consigna, tan digna de recuerdo como las de Costa y Ortega: españolización en los fines, europeización en los medios. Con ella, y no poco de cilicio, se pusieron en marcha los planes de desarrollo sostenidos en las remesas de emigrantes y las divisas de turistas. Europa tomaba el sol en las playas de España y España tendía sus brazos a los europeos desde la no menos célebre consigna ideada por los servicios de propaganda de Manuel Fraga: Spain is different.

Por algunas de las rendijas abiertas escaparon —escapamos— muchos españoles que, además de respirar el aire de Europa como nuestros mayores, queríamos ser lisa y llanamente como los europeos. ¿Españoles? Bueno, eso era lo que aseguraba nuestro DNI, pero qué vergüenza andar levantando banderas, qué ridículo emocionarse con glorias o identidades nacionales, qué pereza cultivar señas de identidad impuestas por la tradición, la cultura o la memoria construidas desde el poder del Estado. Determinados a ser, por nacimiento, españoles, éramos, por lecturas y por voluntad de ser, europeos, con una carga de ingenuidad de la que solo despertamos cuando, a la muerte del dictador, Francia impuso pausas y sembró de obstáculos nuestro viaje a Europa. Finalmente, con el camino despejado por la política exterior más hábil y tenaz sostenida por cualquier Gobierno español en el siglo XX, la sensación de logro, y no de gracia otorgada, dio a la entrada de España en la Comunidad Europea toda su dimensión histórica, porque fue ese logro lo que acabó por liquidar la secular frustración que nuestros más ilustres antepasados habían definido como anomalía española.

¿Dónde estamos ahora? El largo viaje a Europa terminó hace décadas: ya no vamos a Europa, ahora somos Europa. Europa, por tanto, ya no es nuestra solución, es nuestra responsabilidad, aunque por lo que transmitieron los debates entre candidatos a ocupar un escaño en el Parlamento Europeo se diría que lo que realmente nos va es cocernos en nuestras propias miserias. Lo que de verdad movió a cada candidato fue echar sobre el adversario paletadas de basura de manera que apareciera ante los electores como único responsable de los males que nos aquejan. Por supuesto, para quienes tienen como meta la secesión de un territorio del Estado, las elecciones europeas son poco más que un test para medir la fuerza del soberanismo. Encerrados con esos juguetes de fabricación casera, a nadie parece interesar el futuro de Europa.

Durante la crisis se refuerzan y multiplican los nuevos movimientos secesionistas y populistas

Sin duda, Europa ya no es lo que era a finales del pasado siglo: un proyecto vivo de construcción de un poder público supraestatal posnacional. La crisis que ha sacudido sus cimientos ha mostrado, por una parte, que sus nacionalidades, lejos de mezclarse y fundir sus cualidades y sus caracteres particulares en una unión común para el beneficio de la raza humana —por decirlo con palabras de John Stuart Mill— se refuerzan y multiplican con los nuevos movimientos populistas y secesionistas surgidos en las últimas décadas; y, por otra, que sin una moneda asentada en un sólido entramado institucional no hay poder público ni hay, por tanto, política alguna que valga. Y así, Europa se encuentra hoy ante un dilema que habrá de resolver: o logra constituir una estructura supraestatal con fuerza suficiente para hacer política en el nuevo mundo globalizado o retornará a esa especie de Edad Media en la que sueñan los movimientos secesionistas siempre a la búsqueda de identidades ancestrales.

Pues aunque nadie pueda predecir el futuro, parece claro que si los movimientos neopopulistas y secesionistas logran sus objetivos y si Reino Unido, España, Italia y Bélgica entran por la senda de la secesión de sus territorios mientras Francia opta por encerrarse en una dorada decadencia, Europa acabaría alumbrando un nuevo sistema de poder seudoimperial germano operando sobre unidades territoriales de pequeños Estados subalternos. En tal caso, Europa dejaría de existir como un poder supraestatal capaz de someter a regulación los mercados y de mantener en vida lo que ha constituido hasta hoy su principal razón de ser: garantizar a sus ciudadanos, además de paz y democracia, un sistema público de sanidad, educación y seguridad social que las políticas privatizadoras y el creciente abismo de desigualdad abierto a nuestros pies por los poderes financieros globales ha erosionado durante las últimas décadas.

Santos Juliá es profesor emérito de la UNED. Acaba de publicar Nosotros, los abajo firmantes. Una historia de España a través de manifiestos y protestas (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores).

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_